Por Franco Bavoni
La desesperanza domina pero no gana. La noche del 8 de noviembre fue trágica. Millones de personas vimos estupefactas cómo se consumaba la victoria de un candidato racista, misógino y xenófobo. Mantuve algo de esperanza conforme el mapa se iba pintando de rojo hasta que cayó Ohio, estado que en todas las elecciones presidenciales desde 1964 ha votado por el candidato triunfador. Vaya coincidencia: Ohio también era el lugar en donde días después —el 11 de noviembre— la selección nacional mexicana de futbol se enfrentaría a la de Estados Unidos en el primer partido clasificatorio para el Mundial de Rusia 2018.
En los días que siguieron a la elección y precedieron al juego, presencié manifestaciones contra Donald Trump en Chicago. Consignas como “No hate, no fear, immigrants are welcome here!” [Sin odio, sin miedo, los inmigrantes son bienvenidos aquí] y “Not my president!” [No es mi presidente] retumbaban, paradójicamente, frente a la imponente Torre Trump en el centro de la ciudad. Cuando algún manifestante ondeaba la bandera de México, la gente respondía entusiasmada: “¡Sí se puede, sí se puede!”
A pesar de las protestas y las muestras de solidaridad con los migrantes mexicanos, la elección también desató una ola de odio y discriminación en varias ciudades del país. En este video, por ejemplo, se puede ver cómo un grupo de estudiantes —¡de primaria!— corea “Build that wall, build that wall!” [Construye ese muro] en referencia al muro fronterizo que Trump prometió construir si ganaba las elecciones. Éste es sólo uno de muchos incidentes que han salido a luz en los últimos días.
En estas circunstancias, el partido entre México y EE.UU. en Columbus, la capital de Ohio, adquirió un significado especial. Debido a la naturaleza antagónica del futbol y la intensa rivalidad entre ambos países, parecía poco probable que los aficionados estadounidenses mostraran solidaridad con los migrantes mexicanos. En los estadios de futbol reina lo mejor y lo peor de la más libre expresión. Tocaba, pues, denostar al adversario. ¿Qué mejor ocasión que un partido contra México para que los estadounidenses celebraran la victoria electoral de Trump? ¿Qué mejor manera de exigir al futuro presidente que deportara a los “ilegales”? ¿Qué mejor uso de la metáfora: los mexicanos no podrán cruzar el “muro defensivo” para anotar un gol?
Para México cualquier juego contra EE.UU. tiene implicaciones que van más allá del deporte. Dada la asimetría de poder que caracteriza las relaciones bilaterales, el futbol es uno de los pocos ámbitos en donde David puede vencer a Goliat. Como dice el eslogan de la campaña publicitaria de la Federación Mexicana de Futbol (Femexfut), “El futbol es nuestro”. Los “gringos” podrán ser “superiores” a nosotros en todos los ámbitos —economía, territorio, influencia cultural—, pero el futbol nos pertenece. Ahora más que nunca había que demostrarlo en Columbus.
Para asistir al juego tuve que comprar mi boleto a los American Outlaws (AO), el club de fans de la selección estadounidense. La estrategia de jugar en Ohio y vender boletos por medio de organizaciones como ésta buscaba evitar una presencia apabullante de mexicanos en las gradas, como sucede en estados con muchos migrantes como California o Illinois. Como me diría un hincha de la selección estadounidense, “Estoy feliz de que el partido sea en Columbus. Nunca quiero regresar al Rose Bowl [en Pasadena, California]. Nunca me he sentido tan fuera de Estados Unidos como en ese partido contra México. Parecía el estadio ‘Roseteca’”.
Así pues, renuentemente me hice miembro de los AO. A los pocos días, me llegó mi kitcon la entrada al partido, el boleto de autobús —viajé con ellos de Chicago a Columbus—, un paliacate con la bandera de las barras y las estrellas y, por último, una playera rojinegra, de aspecto militar, con la frase “This land is our land” [Esta tierra es nuestra]. El tono nacionalista del eslogan reafirmó mis sospechas de que el partido podría reflejar las tensiones políticas del momento.
De paseo con los American Outlaws
Mientras me dirijo hacia el punto de encuentro de los AO en Chicago, siento que voy directamente hacia la boca del lobo. Conforme me acerco al autobús que nos llevará a Columbus, veo a un grupo de gente con uniformes de Estados Unidos. Varios de ellos traen en la espalda el número 10 de Landon Donovan, el jugador estadounidense conocido por orinar la cancha del Estadio Jalisco y sin quien la rivalidad futbolística entre ambos países no sería lo mismo.
En un acto de resistencia sigilosa, compro una Pacífico para el camino mientras el resto llena las hieleras con cerveza local. Ya en el autobús, empiezan a fluir las conversaciones y las porras. Sin embargo, los comentarios a favor de Trump y los cantos contra México brillan por su ausencia. En su lugar, los AO entonan con pasión las canciones de Mulán, una película animada de Disney, y el clásico “Born in the U.S.A.” de Bruce Springsteen, entre otras canciones de rock y pop.
Ya en Columbus, después de casi seis horas de viaje, nos dirigimos a la fiesta de la noche previa al partido, que reúne a los AO de distintas ciudades del país. La parafernalia estadounidense está por todas partes, aunque en el mar de rojo, blanco y azul alcanzo a ver una playera verde. Se trata de un migrante de Jalisco que viajó desde California a ver el partido. Le pregunto si no se siente incómodo en ese ambiente, justo después de la elección. Sin inmutarse, responde: “No, los americanos son bien respetuosos. Si tú los respetas a ellos, ellos te respetan a ti. Hasta se me acercó alguien para pedirme disculpas y decirme que no todos ellos son como los que votaron por Trump”.
Interrumpen la música y presentan al jugador retirado Alexi Lalas, quien de inmediato hace alusión a la coyuntura política del país: “Vivimos en tiempos interesantes, ¿no es así?” De manera ambigua, deja entrever su posición: “Elijo creer en el bien, elijo ser un optimista”. Un aficionado cerca de mí dice en tono reprobatorio: “Así que estás con ella [con Hillary Clinton]”. Se siente tensión en el ambiente, pero Lalas prosigue: “La razón por la que elijo creer en el bien es la gente como ustedes. Ustedes representan todo lo bueno de nuestro país”. Da la impresión de que el discurso es una crítica implícita al racismo de Trump y una invitación a que los aficionados se abstengan de todo comportamiento discriminatorio. Pero nada se hace explícito; no hay necesidad, todos entienden.
A continuación, una cantante empieza a entonar el himno nacional y se despliega la bandera estadounidense. La tensión se disipa. Ahora toma la palabra Rob Stone, un comentarista deportivo de Fox Sports. Él también habla de la elección: “Sé que han sido tiempos difíciles. Ha sido complicado, pero déjenme decirles que México lo tiene peor. México sabe lo que son tiempos difíciles”. No se refiere a Trump, sino al hecho de que la selección mexicana ha perdido cuatro partidos seguidos en Columbus con exactamente el mismo marcador. Los AO no se cansan de corearlo: “¡Dos a cerou! ¡Dos a cerou!”
Stone regresa al tema electoral y hace un llamado a la unidad: “Éstos también han sido tiempos difíciles para Estados Unidos. Sé lo que ha estado pasando en estos meses. Sé lo que sucedió el martes [en la elección]. Déjenme decirles algo, hermanos: hoy, y mañana por la noche, no somos un estado rojo, ni somos un estado azul. ¡Somos un maldito estado rojo, blanco y azul!” El público enloquece y los AO empiezan a gritar: “¡U.S.A! ¡U.S.A.!” El escenario está listo para el juego.
En vísperas del partido
El día ha llegado y las calles de Columbus están llenas de aficionados estadounidenses. Varios de ellos van disfrazados. Me encuentro a la Estatua de la Libertad caminando por la calle. Cerca de los edificios de gobierno también veo a George Washington. En el mercado entablo una conversación con un grupo de mexicanos. Me cuentan que vienen desde Texas a ver a la selección. Ayer, dicen, llevaron serenata a los jugadores. Sacan sus celulares y me muestran las selfies que se tomaron con el Chicharito, Carlos Vela y compañía. Me recriminan no portar “la verde” y me regalan un listón tricolor para que lo lleve en la cabeza.
Los AO se empiezan a congregar en un terreno cercano al estadio, donde hay hamburguesas y hot dogs gratuitos para el club de aficionados —por fin la membresía me trae un beneficio que disfruto. La inmensa mayoría bebe cerveza y una persona que toca el sousafón dirige las porras. Además del partido, los estadounidenses tienen otra razón para sentir orgullo nacional: la fecha coincide con el Día de los Veteranos. De repente pasa un soldado y la gente lo vitorea y le agradece su servicio a la patria.
El mexicano no puede faltar a la fiesta y ésta no es la excepción. Playeras verdes aparecen esporádicamente entre los AO. A pesar de las circunstancias políticas, nadie se mete con ellos. Al contrario. Los estadounidenses les regalan cerveza, platican amistosamente y hasta se forman pequeñas filas para tomarse fotografías con ellos. Un aficionado de Pennsylvania resume lo que parece ser el sentir general: “El partido contra México es muy importante para nosotros. Son nuestros vecinos y nuestra rivalidad tiene muchos años. Son el equipo a vencer si queremos ser los mejores de la región. […] Pero, sinceramente, espero que la mierda política desaparezca. Es sólo un partido de futbol”.
La marcha de los AO hacia el Mapfre Stadium inicia mientras converso con un votante de Trump cuyo candidato ideal era Bernie Sanders; está harto de políticos “del sistema” como los Clinton. Todos ondean sus banderas y no cesan de echar porras. Ya en las inmediaciones del estadio, los estadounidenses se encuentran con aficionados mexicanos que se han instalado cómodamente en el estacionamiento. Traen sillas, asadores, bocinas y hieleras. En un toldo también hay una imagen de Zapata con la leyenda “Es mejor morir de pie que una vida arrodillado [sic]”. Sin embargo, no hay altercados, sino un ambiente festivo. Conforme pasa la procesión de los AO, personas de ambos bandos chocan las manos y se desean suerte en el juego.
Dos seguidores de los Pumas, que viajaron desde Indiana, se toman fotos enfrente del estadio. Les pregunto si creen que habrá pocos mexicanos en las gradas. Dicen que sí y se quejan de la injusta política de venta de boletos: “Si tienes apellido mexicano, no te los venden porque ellos quieren ser mayoría”. Con la plática descubro que no soy el único que se “infiltró” en los AO para conseguir boletos. “Era eso o pagar un montón en la reventa”, confiesan. Nos despedimos. Ha llegado la hora de la verdad.
El fin de la maldición: dos a uno
Aunque mi asiento está en la sección de los AO, busco otro lugar con algún grupo de mexicanos. He soportado todo el día los cantos del “dos a cerou”, pero mi tolerancia tiene límite y no estoy dispuesto a quedarme con las ganas de gritar un gol de México. Me acogen un par de tapatíos que llevan más de veinte años en Dayton, Ohio, donde tienen una cadena de restaurantes. Generosamente, me invitan una cerveza y hasta me comparten de sus tacos. Son seguidores fieles de la selección y pagaron seiscientos dólares por estar ahí.
Entran los equipos al terreno de juego y en las gradas se forma un mosaico que dice “One nation, one team” [Una nación, un equipo]. Se entona el himno nacional de México —sin abucheos— y luego soldados cubren más de la mitad de la cancha con una enorme bandera de Estados Unidos. Emocionados, los locales cantan su himno. Hay fuegos artificiales y de la cabecera de los AO emerge una imagen de Christian Pusilic, jugador estadounidense, que con los dedos indica el marcador esperado: dos a cero. Mientras tanto, los jugadores de ambos bandos se entremezclan para tomarse la fotografía oficial como si fuesen un mismo equipo. La Femexfut manda un mensaje de unión en sus redes sociales: #AbrazadosPorElFutbol.
Da inicio el juego y, veinte minutos después, Miguel Layún abre el marcador. Después de cuatro partidos sin anotar, es la primera vez en quince años que México mete gol en Columbus. Los mexicanos estallan en júbilo, pero la mayor parte del público se agüita. El silencio es clara señal de que se terminó la racha. Aunque México domina el resto del primer tiempo, no hay más anotaciones. En la segunda parte, los ánimos de los aficionados locales se recuperan. Estados Unidos empata al minuto 49 con gol de Bobby Wood. Varias oportunidades de gol no se aprovechan y todo parece indicar que el juego terminará empatado. De pronto, a unos minutos del final, un cabezazo del capitán Rafa Márquez pone a México al frente.
Los estadounidenses están atónitos, mientras que los mexicanos les dan de su propia medicina cuando empiezan a gritar: “¡Dos a uno!” Con las emociones a flor de piel, en la cancha expulsan a Carlos Salcedo y se desata un altercado entre los jugadores. Si va a haber alguna expresión discriminatoria por parte del público, éste es el momento. Sin embargo, el incidente no pasa a mayores y, minutos después, el árbitro da el silbatazo final. México hace historia y gana por primera vez en Columbus.
Con cariño para Trump
Los mexicanos que hicieron el viaje a Columbus —la inmensa mayoría desde otras ciudades de Estados Unidos— no ocultan su felicidad. Muchos se dirigen hacia la zona que lleva al vestidor para aplaudir a los jugadores. Luego se concentran alrededor del set de Univisión, donde los comentaristas discuten el partido. Cerca de las cámaras de televisión, los seguidores del Tri siguen exclamando con alegría: “¡Dos a uno!”
Cientos de espectadores estadounidenses se dirigen hacia la salida cabizbajos, pero de manera pacífica. Sólo hay un par de excepciones. Primero, un mexicoamericano con el uniforme de los locales empieza a insultar en spanglish a los aficionados mexicanos. Las personas encargadas de la seguridad inmediatamente le piden que se retire. Un mexicano comenta molesto: “Los únicos que nos dicen de cosas por traer la verde son los mexicoamericanos”. Se equivoca. Momentos después otro aficionado, ahora de tez blanca, pasa y balbucea algo indistinto sobre Trump. Un mexicano le responde: “¿Qué dijiste, cabrón?” Los acompañantes del estadounidense intervienen y se llevan a su amigo. Todo regresa a la tranquilidad.
En el estacionamiento comienza la fiesta. Desde lejos se escucha una grabación de “Cielito lindo” y la gente canta a todo pulmón. Enfrente del sistema de sonido varias personas sostienen una bandera de México que, en lugar del águila y la serpiente, tiene un puño decorado con las barras y las estrellas de la bandera estadounidense. En la parte superior hay un letrero que dice: “You can’t deport us all” [No nos puedes deportar a todos]. El encargado del micrófono envía un mensaje claro a Trump: “¡Métete tu muro por el culo, güey!”
Dos estadounidenses se abren paso entre la multitud para tomarse una fotografía con la bandera. A uno de ellos le ponen un sombrero encima de su gorro de U.S.A. El otro se abraza con un mexicano y le dice con una sonrisa: “¡Vamos México!” Con el mismo tono del “dos a cerou”, los aficionados empiezan a corear “¡Sí se pudo, dos a uno!” El estadounidense del sombrero, ya sin él, pide el micrófono para empezar un nuevo canto: “¡Trump es puto!” Todos lo siguen sin pensarlo dos veces.
Otro estadounidense observa desde lejos y el del micrófono lo llama:
Mexicano: A ver, amigo, come over here, my friend. Don’t be scared, we’re not gonna rape you [ven para acá, mi amigo. No te asustes, no te vamos a violar]. No somos violadores, güey, como dice tu papá. My friend, what do you think about the game? [Amigo, ¿qué piensas del partido?]
Estadounidense: Good game tonight. Congratulations to Mehico for the win. We have a lot of respect for everybody. This is soccer. It does not matter where you come from, it doesn’t make a difference [Buen juego hoy por la noche. Felicidades a “Méhico” por el triunfo. Tenemos mucho respeto por todos. Esto es futbol. No importa de dónde vengas, no hace diferencia].
Mexicano: Un aplauso por favor para este pinche bato, que sí es bien cabrón. Este güey sí sabe reconocer, compadre. Congratulations to you too, man. This was just a game. We have respect for you too, man [Felicidades a ti también, hombre. Éste fue sólo un juego. También tenemos respeto por ustedes, hombre].
“La cumbia de mi raza”, una canción dedicada a los migrantes, sustituye el “Cielito Lindo”. La gente baila y ondea sus banderas. Después de mandar saludos “desde Columbus, Ohio” hasta Guanajuato, Puebla y otros estados, el del micrófono exclama: “No está lloviendo ni está temblando, es la raza de México que va llegando. ¡A huevo!” La gente se alboroza. La noche continúa con una selección musical variada que incluye banda sinaloense, salsa, rock en español y, obviamente, mariachi.
Personas vestidas con los colores de Estados Unidos se unen a la fiesta de sus “hermanos” mexicanos. Contrario a mis expectativas, el ambiente se asemeja a las marchas contra el presidente electo, mientras que los actos de discriminación son casi inexistentes a pesar del ambiente político y la rivalidad futbolística. La cerveza fluye, pues esa noche hay mucho que celebrar. México ganó en uno de los estados que dieron la victoria a Trump y, en palabras del compañero del micrófono, “¡Se acabó el pinche dos cero!”
Originalmente publicado en Nexos: http://cultura.nexos.com.mx/?p=11628
Franco Bavoni
Licenciado en Relaciones Internacionales por El Colegio de México y Maestro en Ciencias Sociales por la Universidad de Chicago. Es autor de Los juegos del hombre: identidad y poder en la cancha.