Oscuridad

Por Yolanda Avellaneda

oscuridad1La oscuridad de mi celda nunca va a llegar a ser como la que llevo en mi alma. Lo conocí hace mucho tiempo; él era un hombre que tenía muy claro lo que quería porque tenía muy claro lo que poseía y no estaba dispuesto a perderlo.

Era un hombre feo, pero yo tenía tanta necesidad de afecto que acepté su fealdad y de alguna manera la disfruté, creo que me daba una especie de seguridad. Estuvimos juntos un tiempo prudencial como para llegar a pensar que lo quise. Al principio todo era «normal», pero como a todo, le tocó la transformación. Su morbo me llevó lejos, me hizo perder. En cada encuentro me perdía más y ahora pienso que nunca me voy a volver a encontrar. Él ganaba, él se satisfacía, él se encontraba y volvía a su casa a regocijarse en los recuerdos, y yo me iba en pedazos que me era imposible juntar y vacía. Nunca pensé en hacerle daño. Lo que pasó fue el resultado de algo que jamás debió comenzar.

       Él no me conoció, ni siquiera sabía realmente dónde vivía yo. Nunca me preguntaba nada. Jamás recordaba lo que yo le contaba; siempre era él y sus necesidades. Mi existencia se redujo a una vagina. Pura destrucción, mi destrucción, porque él quedaba ahí una y otra vez satisfecho, en paz y yo cargando con la mierda. Muchas veces fantaseé con la posibilidad de conocer a otro hombre, pero la realidad me golpeaba en la cara diciéndome que eso nunca iba a suceder. Él se había apropiado de mí, de mi esencia. Él había penetrado mi alma, yo era completamente de él y no había lugar para el engaño. Yo siempre estaba observando, claro desde afuera, su felicidad mientras me pudría. Toda yo era una llaga purulenta que drenaba soledad y dolor. Él gozaba, él tenía familia, él festejaba, él viajaba; yo sólo observaba lo que jamás podría alcanzar. El que no ama habita en la muerte.

Nunca supe si él llegó a sentir algo más que placer conmigo porque cada vez que me decidía a preguntarle, la sola idea de una respuesta negativa me aterrorizaba y desistía de hacerlo. Hoy me doy cuenta de que las respuestas siempre estaban ahí, sólo era cuestión de verlas. Nunca fui más que una vagina, un hueco para refugiar su ira, su frustración y su falsa hombría. El amor duradero es el amor infeliz; eso era lo que él tenía con su mujer: un amor infeliz, pero porque ese amor lo elegía su miedo en lugar de la verdadera entrega o tal vez por el interés del dinero o la fantasía de creerse importante.

Durante los últimos tiempos de esta putrefacta relación yo podía adivinar el final. Por supuesto, nunca como realmente fue, pero sí podía sentir el final. Hoy y aquí puedo decir que la culpa de todo la tuvo él. Sí… la tuvo él. Él me llevó de la mano y me empujó a esta oscuridad. Era tan cobarde que jamás hubiera atentado contra su propia vida, pero de alguna manera me empujó para que yo lo hiciera. Me sorprende que capacidad tuve como mujer para soportar tantas humillaciones y tanto dolor. ¡Qué estoica fui! Y ahora desde esta celda puedo adivinar las noches y los días y fantasear con ser libre.

Ese día hacía mucho frío. Nos íbamos a ver y dentro de mí había algo que me quemaba. Siempre llevaba dentro de mi cartera un cuchillo, una costumbre árabe. «Uno nunca sabe cuándo lo pueda necesitar», decía mi abuelo. Me fijé que estuviera dentro de mi cartera y luego me arreglé para ir a su encuentro. Nos encontramos en el lugar de siempre. ¡Cómo me hubiese gustado que, aunque sea una sola vez, esa vez me hubiera dado una sorpresa!, pero yo sabía que todo iba a ser igual que siempre. Rodaron por mis mejillas lágrimas más saladas que nunca. Otra vez allí, abierta de par en par, transparente: vagina, boca, lengua, gemidos, toda entera para él.

Entré al hotel y caminé hacia la habitación 214. Llegué y golpeé la puerta con suavidad. Él abrió y casi sin esperar me besó; estaba más que listo para su carnicería habitual. Lo miré con rabia y ni cuenta se dio. Él tenía por costumbre ir al baño antes de estar conmigo, ese día no fue la excepción; así que yo de manera casi mecánica, metí la mano en mi cartera, saqué el cuchillo y lo puse debajo de la almohada. Cuando regresó, comenzó a besarme, yo no podía sentir más sus besos. Él me acariciaba y yo lo dejaba, le seguía el juego. Lo único que yo pensaba era en el cuchillo. Durante este juego amoroso caímos a la cama, él quedó debajo de mí, y yo comencé a moverme lentamente; él gozaba más que nunca. Tenía sus ojos cerrados sintiendo cada movimiento, disfrutando y cuando comenzó a tener un orgasmo, saqué el cuchillo y asesté mi primera puñalada directo al corazón. Sus ojos se abrieron tan grandes como la naturaleza se lo permitió. Su cuerpo temblaba y seguí como una continuación del acto sexual, entrando y saliendo con toda la pasión que me estaba moviendo en ese momento. Cuando él comenzó a expulsar sangre por su boca y ahogarse en ella, tuve un orgasmo infinito y silencioso. Mi cuerpo tembló como si su alma hubiese entrado en mí y caí extasiada a su lado, por primera vez satisfecha y con poder. Me apropié de su vida por un rato, pero luego de este acto pútrido, me di cuenta de que él seguía teniendo poder sobre mí. Esta era una muestra más de cuánto me había robado, de cuán perdida yo estaba y envenenada de su propia cobardía.

La cara de la mujer que estaba escuchando mi historia parecía la cara de una muñeca del museo de cera. Sin decir palabra se levantó del banco y me dejó sola… volví a la celda. Miré todo a mi alrededor y vi más oscuridad. Me cubrí la cara y comencé a llorar.

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