Cuento: MONTE CHINGOLO

Por Yolanda Avellaneda

 

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No sé qué hora es, estoy sola, en la oscuridad del lugar que me ahoga, tengo mucho miedo sólo el recuerdo de Ernestina me da la fuerza que de momento pienso que voy a perder. Aún huelo la pólvora en mis manos, todo el cuerpo me duele y no dejo de temblar. Ya es veinticuatro de diciembre, es Navidad, logré escaparme de Viejo bueno, aún no entiendo cómo logré hacerlo. Estoy escondida, en un galpón, está muy oscuro, pero a pesar de la oscuridad pude encontrar la bolsa que Eliseo me ayudó a preparar con ropa limpia y documentos falsos.

—Mirá Juanita, si lográs salir viva de Monte Chingolo venité directamente a este galpón, no mirés atrás —me dijo. —Te cambiás de ropa, agarrás los documentos y cuando empiece a aclarar te rajás. Si los milicos te paran, vos como si nada. Ya sabés, acordáte que limpías casas en el centro, aunque la clase que vos tenés Juanita no se puede ocultar, tratá. De ahí te tomás el tren a Retiro y vas derechito al departamento del gallego; cuando veas al portero le pedís la llave, él sabe que alguien va a llegar a limpiar. Acordáte que te llamás Mirta González. En el departamento de José tenés que quedarte todo el tiempo posible como seis o siete horas, después te vas a Caballito a buscar a la nena.

Yo recordaba cada detalle del plan, pero la tembladera no se me iba. ¿Dónde estaría Eliseo? No quería ni podía pensar en su muerte. Sentía un cansancio enorme pero mis ojos estaban abiertos y estáticos como una escultura de piedra. No dejaba de pensar en la mirada de los soldados que maté, pero yo mataba sólo pensando en la causa, en las armas que íbamos a tener para seguirla en Tucumán. El amor a Eliseo y la lealtad a ese amor, hicieron que la causa de él me perteneciera. Eso me hizo olvidar quién era yo, de dónde venía: “una oligarca”, como decía Eliseo un poco entre risas y un poco de verdad. Criada en el Northlands, hija de un conservador criador de caballos de polo. Qué dirían mis amigas si me vieran. De repente me salí de esos pensamientos y volví a Ernestina, tan pequeña y sola durmiendo con desconocidos; cómo voy a mirarla después de esto, cómo le voy a explicar lo que hicimos.

Me paro de donde estuve sentada desde que llegué al galpón, respiro hondo y miro por los agujeros de la chapa, veo que está aclarando, la calle se ve sola, busco a tientas el hueco que hay por salida y salgo lentamente; cuando me doy cuenta que vienen pasando los camiones del ejército, me vuelvo a meter hasta que terminen de pasar. El miedo me revuelve el estómago y vomito. Vuelvo a salir después de fijarme que nadie me vea. Sólo escucho los pájaros. Camino por la calle que me dijo Eliseo. Voy derecho a la estación de Lanús mientras camino repito una y otra vez me llamo Mirta González y trabajo limpiando casas en el centro. Las repeticiones hacen que me lo crea. Veo una señora barriendo la vereda; me mira, me Saluda, la saludo. No dejo de pensar en el plan. Después de caminar poco más de media hora llego a la estación de Lanús. Está completamente verde, hay policía militar por donde uno mire, me dirijo a sacar un boleto para Retiro, pago, me duele el estómago, me doy cuenta que es Navidad. De repente escucho que me gritan.

— ¡Alto!, documentos por favor. Busco dentro de la bolsa de plástico que llevo y le muestro los documentos al soldado que me paró. —¿A dónde va?, yo contesto que voy a limpiar al centro y el soldado me dice: —Nadie trabaja en Navidad. Entonces lo más rápido que el miedo me deja contestar le digo, —mis patrones me van a pagar el doble si los ayudo con la cena y luego con la limpieza. En ese momento llega el tren y el soldado me dice: —Vaya, vaya, no va a ser que pierda el tren. Salgo corriendo y me subo al primer vagón.

El dolor es insoportable, me ubico. Lo único que deseo es ver a Ernestina. Comienzo a mirar por la ventana y me asaltan nuevamente los recuerdos. Recuerdo cuando tenía dieciocho años y mi padre me regaló mi primer reloj. Él había viajado a Europa para comprar caballos y mi madre se había encaprichado con festejar mi cumpleaños y en el campo, mis amigas estaban felices, pero yo no porque pensaba que mi padre no estaría, pero llegó. Me habló del tiempo, de su importancia y de la precisión de un Rolex, pero yo no lograba concentrarme en lo que hablaba mi padre. Lo único que tenía en mi cabeza eran los besos que Eliseo me había dado atrás de las caballerizas y su promesa de amor. Un ruido en el tren me hizo volver a la realidad, al miedo, al dolor de estómago. Traté de alcanzar con mi vista el cartel de la estación, por lo visto ya faltaba menos para llegar a Retiro. Me quedé dormida, como si esto fuera un remedio mágico a mi desesperación disimulada. Me despiertan los gritos del guarda anunciando que llegamos a Retiro. Cada minuto que pasa me siento más cerca de Ernestina, camino rápido como si de esa manera pudiera acortar distancias.

Llego al departamento del gallego. El portero, un gordo bonachón, porteño hasta los cascos, me saluda amablemente y me dice: —Usted debe ser Mirta, la señora que le va a limpiar a José. Le contesto que sí con la cabeza y me entrega la llave diciendo: —Va a poder limpiar tranquila. José hace dos días que no está. Esta confirmación me lleva a Eliseo y me provoca una tristeza imposible de disimular. — ¿Se siente bien señora? Sí contesto. Debe ser el calor; y sí estamos en diciembre, por cierto, agrega el gordito: —feliz Navidad. Le devuelvo su saludo y subo al ascensor. Llego al octavo B abro la puerta.  Entro, me recibe un aroma a sahumerios atrapado por varios días que invade todos mis sentidos provocándome náuseas. Corro al baño, todo está perfectamente ordenado y limpio, me quiero bañar, huelo mal. Me quito la ropa y me meto a la ducha, siento un placer culpable; lloro sin parar, como si fuera la última vez. Me siento una mierda, una hipócrita, sucia, infiel: una asesina.

Termino de bañarme, salgo de la ducha, busco en los cajones del gallego una remera. Me pongo los mismos pantalones, pero sin bombacha. La lavo en la piletita del baño y la cuelgo. Seguro se va a secar, hace un calor insoportable. Pienso en las personas que maté, me siento una usurpadora. Veo el mate en la mesada y me preparo unos, me sientan bien. Prendo la radio. Después de un comercial, las Fuerzas Armadas dan un comunicado. Escucho atentamente lo que dicen y hablan de Viejo bueno y del desmembramiento del ERP. Caigo de rodillas y me ahogo en un llanto infinito. La desesperación me roba la respiración, pero trato de concentrarme en el recuerdo de Ernestina y de a poquito logro volver, siento rabia hacia Eliseo; rabia a la causa, pero luego casi en el mismo instante siento el dolor de saber todo perdido. Miro el reloj de la pared y veo que son más de la cinco. Voy al baño, me pongo la bombacha aún húmeda. Ordeno lo poco que desordené y recuerdo que Eliseo me había dicho que dejaría un dinero dentro de un libro de Cortázar. Lo busqué y encontré un sobre con dinero y un mensaje de Eliseo que decía: “Juanita no olvides la causa. Te ama, Eliseo”. Escondo el mensaje; guardo el dinero, doy un último vistazo y me voy. En el ascensor agradezco en silencio aquel refugio al que jamás voy a volver. Paso por la portería, entrego las llaves y un saludo al gordito que me mira con cara de un adiós.

Salgo a la calle, la brisa de la tardecita me regala liviandad y la débil esperanza de volver a estar con los míos. Ya no soy la misma, jamás lo volveré a ser. Tomo un taxi, le doy la dirección y cuando arranca me comienza a hablar sin que de mi parte haya retorno alguno; entonces decide regalarme un silencio que necesito como el agua. Vuelvo a mis recuerdos y aparece Eliseo cepillando los caballos, leyendo abajo del sauce, besándome tiernamente detrás de las caballerizas. Su voz dulce suena como una musiquita que no me abandona. Otra vez, un desconocido, me devuelve a la odiosa realidad, el taxista, me cobra. Me bajo del taxi y pienso que cerca estoy de Ernestina. Cruzo la calle; escucho que alguien grita el nombre de Eliseo e instintivamente me doy vuelta y desde un falcón me disparan. Siento un calor en todo mi cuerpo que me hace recordar la última parte del plan: —Si lográs llegar a Caballito y alguien en la calle grita mi nombre, no te des vuelta por favor, yo ya voy a estar muerto y no sería justo para Ernestina perdernos a los dos.

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