Por Maritza Buendía
Cuenta García Márquez en sus memorias que la tarde que llegó por primera vez a Bogotá, «una ciudad remota y lúgubre», en la calle había un enjambre de hombres vestidos «de paño negro y sombreros duros» y una sola mujer, «esbelta y sigilosa, y con tanta prestancia como una reina de luto». Eran los cachacos, los bogotanos de pura cepa. Aunque abundaban en esa época, hoy ya no quedan muchos. Se han ido extinguiendo poquito a poco; ahora sólo perdura el recuerdo de esas generaciones de hombres y mujeres de buen hablar, cultos y elegantes, dechados de distinción y buen gusto (aunque quizá no todos). ¡Sí, ala, qué tristeza!, dirán algunos. Siquiera, a esos pedantes, creídos y narcisistas, dizque herederos de la Atenas suramericana, ya casi nadie los extraña, dirán otros. Los pobres cachacos fueron engullidos lentamente por una masa heterogénea de recién llegados que comenzaron a abrirse paso a codazos en la capital. Por eso, cuando vaya a Bogotá, no los verá por las calles, como los avistó el joven García Márquez. Se ve gente procedente de todos los rincones de Colombia, pero un cachaco, ¡ni por el chiras!
Bogotá es una ciudad sobrepoblada de casi ocho millones de habitantes adonde han llegado compatriotas de todos los departamentos del país en busca de una vida nueva, dizque mejor. Lo que han encontrado es un barullo apabullante de tráfico, rebusque, pobreza y de la cultura del sálvense quien pueda. Muchos ciudadanos de otras regiones del país, en su mayoría campesinos, dejaron el aire libre y fresco de sus cultivos, abandonaron sus finquitas, sus ranchos y los cafetales de sus montañas para escapar de la maldita violencia. ¿Y para qué? Para llegar a ser parte de la metrópoli del desorden y la contaminación.
Pero no es justo decir que todo es un caos en la capital. Si su merced vive bien al norte, pues es de los privilegiados; y ahí sí puede decir: ¡Es que Bogotá es muy linda!, bacana, la verraquera. Venga nomás a Los Rosales o al Chicó Norte; aquí lo esperamos con vías arborizadas, celadores las veinticuatro horas del día para su seguridad y, por supuesto, hasta con ajiaco santafereño. El panorama que ofrece el Bogotá de hoy ilustra el porqué de la desaparición de los cachacos. De todas maneras era necesario contarles la situación actual de Bogotá, como yo la veo, para entender qué les pasó a esos pobres cachacos. ¿Qué les pasó? Pues fueron arrollados por la muchedumbre —los desplazados, como se llaman a sí mismos— que llegó para quedarse. Se volvió «de moda» vivir en Bogotá, pero no así ser bogotano; mucho menos cachaco. ¿Y qué fue de los de la élite o los del estrato seis? Esos también son culpables pues, ni cortos ni perezosos, se nos agringaron, compadre. Ahora le jalan al spanglish porque creen que así parecen «más finos».
Ya no queda rastro de aquella indumentaria de antaño, la del sombreo encintado, traje sastre y paraguas inglés. Ni siquiera parece haber sido reemplazada por alguna nueva versión de elegancia. «Ahora todos salen sin saco», diría mi madre. Ya desde hace rato es moda perpetua el uso de zapatos tenis y chancletas. Aquellos hombres y mujeres, los cachacos, no se atrevían a salir de sus casas ni a comprar el pan en la tienda de la esquina si no estaban muy bien acicalados y vestidos con sus mejores pintas. Con garbo, caminaban por las calles de la ciudad listos para el «asalto» de los fotógrafos callejeros que en ese entonces proliferaban, y que seguramente muy pocos recuerdan, pero que dejaron constancia de lo que aquí se relata. Hoy la historia es diferente. Todo el mundo se saca fotos incesantemente con teléfonos móviles, y en las fachas más lamentables, para colgarlas sin descanso en las redes sociales para el hastío de todos. Pero ese es otro tema; aunque no sobra decir que los teléfonos serán muy inteligentes —como llaman a esos famosos dispositivos—, pero la mayoría de sus dueños, me temo que no.
La cosa es que ya ni somos elegantes ni hablamos bien ni somos cachacos. Mi bisabuelo era cachaco, mi abuelo y mi abuela también; mis tíos, algunos; mi padre, no. Ese se fue para la costa de Colombia a pachanguear con los costeños, y hasta se comía las eses o las reemplazaba con haches, como usted guste —ese es otro tema y no viene al caso. Asimismo quienes emigraron al norte frío de los United y dejaron las montañas andinas por las planicies inmensas de Illinois, también dejaron de ser cachacos. Aprendieron inglés porque tocaba, se fueron asimilando a la cultura foránea y continúan usando expresiones arcaicas del español de los años setenta y ochenta, las de los bogotanos de antes. Por eso no dicen «oiga, parce» ni « ¿qué le pasó a ese man?». Los que se fueron para no regresar viven ahora entre mexicanos, puertorriqueños, cubanos y muchos otros. Todos mezcladitos y hasta con etiqueta oficial: hispanos. La lucha por conservar la identidad es dura, y los defensores del buen decir libran una guerra a muerte contra los horripilantes anglicismos o el menjurje llamado spanglish.
¿A qué viene todo esto? Sólo es una evocación de lo que fue y ya no es, una declaración de nostalgia por el pasado, y una constatación de la metamorfosis que han sufrido las culturas y del deterioro del idioma español, para unos, o de su evolución, para otros. Por mi parte, me sumo incondicionalmente a quienes lanza en ristre defienden «el arte del buen hablar y del bien escribir», como se lee en los viejos tratados de retórica. Me encanta leer en español, y a veces escribo. Disfruto a muchos escritores colombianos (casi todos viven en el exterior), españoles y latinoamericanos. Y cuando escucho a Carlitos Vives cantarle vallenatos a Colombia, todavía se me eriza la piel y se me alborota el chovinismo. Aquí de lejos y casi gringa, cachaca o no, extraño siempre mis montañas, mi tierra y la cultura de mi lejana infancia.
¡Requiem aeternam dona eis, Domine a esos pobres cachacos!
Originalmente publicado en:
Al norte de la Cordillera – Antología de voces andinas en los Estados Unidos, edición y selección de Melanie Márquez Adams