Gonzalo Carreño y su poesía cruda del oeste bonaerense

Dos madres, los restos, el vino

Una mujer toma vino
esta triste, es agosto
intenta una canción
que otra vez
no puede recordar
lo mismo le pasa
con el rostro de su hijo
cuando esta sobria

sobre la mesa
la urna funeraria
escucha atentamente
no puede sentirse más identificada
envidia no tener brazos
tocarse las cicatrices
desentonar canciones de cuna
también quisiera tomar vino

los restos son restos
están ajenos
saben que algo paso en agosto.
reconocen las vibraciones de una voz
quizás un poco de electricidad
en su desierto,
en su nuevo vientre de cerámica.

el vino está cansado de estas historias
quisiera ayudar
cantar con ellas
pero el también tiene sed
del vitral encierro
hacia el último vaso
libre de situación
de responsabilidad

la noche no es la ausencia del sol
penso el día protagonista final
abriendo sus brazos
con la maldad en su sonrisa

              Manjar de jauría

Me preocupan los muertos.
El cementerio frente a casa
esta inundado,
nadie responde mis disparos.
La ausencia hasta de ladridos,
de cualquier tipo de luz.
Los sonidos de la tormenta,
cuando el techo es la platea
de un profanador espectáculo.

Cadáveres flotan,
parecen danzar entre flores de plástico
juguetes baratos
y cajones municipales,
canoas improvisadas.
El viento une dos cuerpos jóvenes
en la marejada
que vuelven a amar
y a desaparecer.
Los recientes
los de la semana
parecen guiar al resto de los restos
en una orgia libertaria y ciega,
queriendo volver a sus barrios,
a sus bares.
¿Cómo huesos y carne podrida
pueden recordar donde viven?.
No lo sé, pero allá van,
flotando decididos.
Supongo que algún perro
estará contento
en la orilla de la inundación.
espero que nadie
al bajar el agua
encuentre un familiar, decidido,
en el techo.
Espero no terminar siendo yo
el manjar de una jauría
de gusanos
riendo bajo la lluvia,
ahogándose.
Los cadáveres de los gusanos también flotan,
comida de pájaros
moscas
comida de gusanos.
Me estoy quedando sin provisiones.
los restos de una mosca
serán alimento de alguna iguana seca.

                                          De Avellaneda a Luján

Hoy desperté y aterrado
encontré a todos mis amigos en el patio de casa,
sentados en la galería, tirados por todos lados,
subidos a la higuera, riendo como animales,

bebían, meaban en las paredes.
Hablaban sobre la revolución de la música,
pero solo sonaban los Ramones.

Ni cerré la puerta,
corrí como un demonio, descalzo.
Ayer me sentía muy solitario.
Demasiado mal para estar solo.
Así que compre dos ginebras,
combustibles para la Ranchera y
salí a visitarlos a todos, uno por uno.
Todos mis amigos.
Desde el de Avellaneda, el de la Chacharita,
pasando por todos, hasta el de Luján.
Y recordé las palabras del viejo que cuida
las pequeñas y humildes tumbas
del cementerio de Merlo
«Tírales ginebra y cantarles
no sirve de nada, existen otras formas…»
Y en mi soledad, ayer, puse en práctica desgraciadamente, esas formas.
Espero que el viejo exista todavía, y considere ayudarme.
Quiero tener una noche en paz. O directamente unirme a ellos.

      Los cadáveres suelen ser más pesados de lo que uno cree  

Pasada la media noche mientras fumaba, en el fondo de casa, entre los infinitos arboles, cuando las sombras dejan de ser sombras y los pájaros fríos, congelados, cuentan las horas para su reencarnación, busco, detenidamente, un lugar para enterrar a mi viejo perro, el único que cuando todos abandonaron se mantuvo a mi lado cuidando la casa incansablemente.
Desde los doscientos metros que la separan de la arboleda, la casa parece estar fuera del plano, derruida, sin ninguna luz más que de la fogata que hice frente a la puerta, donde las sombras de las llamas montan un espectáculo del cual la mayoría de la gente saldría despavorida. Se está viniendo abajo, y ya no hay arreglo, ya nada tiene sentido acá.
Un árbol en particular me atrae, con casi toda la base de su cuerpo podrida. En el hueco tranquilamente podría dormir una persona, o un lobo rabioso, que en estos días encontrar la diferencia me es difícil.

La tierra esta amigable, deja que la pala haga su trabajo, yo siento que la estoy hiriendo. Entiendo también, el poso es doloroso para los dos. Capaz sienta que esta tierra será abandonada, baldía, para siempre.

El pozo crece más cada hora y pienso que estoy exagerando. No tengo que enterrar un cuerpo humano, como el mío, sino el de un perro, muy buen perro, pero perro al fin. Quizás inconscientemente si quisiera incendiar la casa, dispararme y caer junto a mi perro, en este ya, hermoso pozo. Pero no, tengo varios asuntos pendientes, que me consumen, no puedo darme ese lujo.
Los cadáveres suelen ser más pesados de lo que uno cree. El sol con todas sus criaturas comienza a ganar, yo siento un pesado cansancio en mis brazos, en mi cabeza. Doy la última palada de tierra. Caigo rendido dentro de la casa. Necesito descansar, mañana tengo que ir al pueblo. Voy a comprar un pasaje de ida, hacia Buenos Aires.

Gonza_Foto
A Gonzalo Carreño le gusta decir que vivió en los setenta, tres meses pero en los 70s. Nació el 8 de octubre de mil novecientos setenta y nueve en el oeste de la Provincia de Buenos Aires, más específicamente en Hurlingham. Siempre supo que lo suyo era escribir poesía.  Carreño siempre supo que para escribir esa poesía que a él le interesaba escribir convenía que le pasaran ciertas cosas. Y se tomó su tiempo entonces. Y se dedicó a visitar el tacho de basura de la especie. Alcohólico y drogadicto, sí y buen peleador también. Di Giovanni, Rosignia, Kurt Wilquens, dice, son sus héroes. Participó de numerosos talleres literarios y revistas, detesta tanto a las universidades y sus profesores como a los manicomios y sus psiquiatras. En algún punto detesta a los poetas y sus círculos también, que mayormente le temen a su presencia. Y Gonzalo Carreño sigue escribiendo poesía. Esa poesía que respira, y ya se sabe: nada que respira está sano. También sigue inédito, pero sabemos que está en Buenos Aires con vida, por ahora.

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