Volaré hacia ti

Por María del Pilar Clemente

*Basado en un caso real en USA.

El aroma a pop corn y a salchichas asadas penetró en mis fosas nasales con una euforia de cumpleaños infantil. ¿Me compras un hot dog? le pedí a mi hermano. Por supuesto. ¿Con ketchup o mostaza? Yo le respondí que con ambas. Una especie de celofán musical envolvía al parque de diversiones se me hacía difícil hablar.  Honestamente, no deseaba hablar. Entonces, me fijé en el elevado perfil de la montaña rusa. Mi cuerpo se estremeció ante el rugido de los vagones y los alaridos de los pasajeros suspendidos cabeza abajo. Era como volver a escuchar las aspas del helicóptero. Cerré los párpados y me vi otra vez en Afganistán corriendo hacia el helicóptero. Mi amigo Romualdo ya había trepado y Craig, el pecoso, estaba a punto de darme la mano para subir. Luego, todo fue blanco. Una paz que jamás había sentido me elevó hacia unas alturas ingrávidas. Entonces, entendí lo que era ser solo espíritu flotando en esa blancura polar. Cuando abrí los ojos, noté que estaba bajo el cielo raso de alguna habitación. También era blanco, pero opaco y sucio. Escuché un murmullo de voces y creí que estaba despertando en una de esas mañanas de escuela, cuando no quería levantarme y me dejaba amodorrar por la plática de papá y mamá en la cocina.  Mi boca se llenó de saliva añorando el sabor de la enchilada con tortilla. Pronto, mi hermano vendría a quitarme la almohada y mamá se pondría impaciente. Me pareció escuchar un bolero de Luis Miguel y los perros ladrando en grupo, como siempre lo hacían en mi barrio de San Antonio, Texas. Mi cuerpo no se movió y caí en una negrura sin sueños. Abrí los párpados y mis pupilas se cegaron con los rayos de una gran lámpara redonda. Varios rostros cubiertos con mascarillas médicas me trajeron de vuelta a una anestésica realidad. Good morning sergeant Rodriguez. Do you remember what happened to you? Negué con la cabeza o supongo que lo hice. ¿Qué había pasado? El helicóptero volvió a mi mente, escuché el rugido de las aspas y la voz de Craig. Me explicaron que una bomba había alcanzado al helicóptero y que yo era el único sobreviviente. No quise creerlo y caí en la inconsciencia. Cuando desperté me dolían las piernas y los brazos. Una enfermera rubia se acercó a mí sonriente. Sus ojos azules me recordaron a mi profesora de Ciencias, la tarde en la que yo estaba aguantando las lágrimas porque un cabrón hijo de la chingada, se estaba burlando de mi precario inglés. Habíamos llegado hacía poco desde Juárez y me sofocaba la pena de haber dejado atrás a mis abuelos, amigos y los perros con los que jugaba en la calle. Recuerdo haberle dicho a la profesora que lloraba porque mi papá no nos dejaba tener una mascota. Era una mentira, pero rehusaba decirle que no me gustaba San Antonio. No sé si ella comprendió mi Spanglish ni recuerdo bien lo que me respondió, pero sospecho que me dio la confianza suficiente como para darle un ponchazo en la nariz al gringo cabrón que me molestaba. Entonces, supe que  saldría adelante y que sería militar junto a Romualdo, el único niño que me defendió y que fue mi amigo hasta su muerte en ese jodido helicóptero. El sabor de la salchicha calmó mis pensamientos, mientras mi hermano conducía vacilante mi silla de ruedas. ¿Estás seguro de que quieres subir? Yo asentí. Mi mente volvió a esa habitación de hospital, al rostro cansado de mi madre, la sonrisa forzada de mi hermano y las frías palabras del doctor, tan inmaculadas como su delantal. Fue como si una segunda bomba hubiese estallado debajo de mi cama.  Dicen que grité, dicen que maldije a cada cabrón que intentó calmarme. ¿Por qué a mí? ¿Por qué Dios no me mató junto a Romualdo? Pasé varios días tan sedado que hasta era capaz de tener buen humor. A las enfermeras les gustaban mis chistes latinos, pero ninguna me miraba con deseo. Yo era un mutilado de guerra más. Otro médico más joven y con el delantal menos prolijo, me habló de mi futuro. Intercalaba la frase  Everything will be fine, mientras enumeraba las etapas de mi rehabilitación. Me dijo que aprender a utilizar las prótesis de los brazos sería sencillo, pero que con las piernas se requeriría más tiempo; que debía masajear los muñones y utilizar la silla de ruedas hasta que aprendiera de nuevo a caminar. Aunque era amable, me fastidiaba su actitud de sentirse experto en casos como el mío. Para él, para el hospital y el país, yo había pasado de ser de un heroico soldado en servicio a un veterano de guerra más. Desde ahora, debía darme por satisfecho si alguien me saludaba para el Memorial Day o si en mi escuela de San Antonio me invitaban a dar alguna conferencia. ¿Todavía daría clases la profesora de Ciencias? Me inscribieron en las terapias para el superar el Post Traumatic Stress Disorder. ¡Terapias! ¿Qué sacaba con ventilar  mis  pinches traumas? ¿Acaso mi vida iba a volver a la normalidad? Claro, yo no le había contado a nadie sobre María Teresa. Ella aparecía en mi mente como un apetitoso flan de leche arruinado por las sucias moscas de mi ira. No había dejado de pensar  en ella desde el momento en que supe la verdad de mi cuerpo. Nos habíamos encontrado en Facebook a través de una amiga en común. Me faltaban seis meses para terminar la misión en Afganistán y me encantó la idea de conocer a esa linda chilenita. A los 25 años, el estar destinado en un país tan peligroso me hizo madurar rápido. Era hora de tomar decisiones. Pues bien, habíamos quedado de conocernos en New York City, donde ella vivía. Me encantaron sus ojos verdes, su cabello negro, su sonrisa, sus dos perros y las fotos que me enviaba de Viña del Mar, ciudad costera desde la que su familia había emigrado durante la dictadura del general Pinochet. Yo nunca había vivido en un sitio con mar y me obsesioné con hacerla mi esposa y recorrer con ella cada uno de esos paisajes chilenos. La última vez que hablamos a través de la webcam, fue la noche antes del helicóptero.   Ella me dijo que le encantaban mis hombros anchos y mis brazos musculosos. Y además hablas un divertido Spanglish –comentó. Yo le prometí que apenas saliera de Afganistán iría a verla. Te voy a dar una sorpresa- Le dije. No le conté que pensaba comprarle una  sortija de compromiso. Así de seguro me sentía.

¿Quieres comerte otro hot dog? Me preguntó mi hermano. Exhibía su clásica sonrisa forzada. No, ¡Llévame al roller coaster! ¿Qué te pasa bro? El me comentó que posiblemente no me iban a dejar subir. ¿Acaso un discapacitado adulto no tiene derecho a divertirse? Mi hermano, resignado a mi temperamento, empujó la silla hasta la boletería. El encargado me indicó que sin las prótesis de mis piernas no tenía la talla adecuada para subir. Le expliqué que yo era un veterano que había servido al país en Afganistán y que todavía estaba en rehabilitación. Las personas de la fila me apoyaron con energía e ingresé a la plataforma. Varios me ayudaron a trasladarme desde mi silla hasta el asiento del vagón. Una excitación nueva me embargaba. Lentamente, el tren comenzó el ascenso y la ciudad me ofreció toda su panorámica luminosa. Contuve la respiración y me dejé llevar por el vacío y el vértigo. La velocidad, la noche, la música y las luces hincharon mi cuerpo y volví a sentirme un espíritu en un espacio que ya no era blanco, sino que multicolor. Inhalé y expulsé todo el aire de mis pulmones, relajé mi cuerpo y acomodé mis brazos falsos entre mis muslos. Expulsé más aire hasta que mi volumen se redujo y mis muñones aflojaron en el cinturón de seguridad.  En un momento, mi peso se liberó y me elevé como un solitario cometa hacia las estrellas. Mi último pensamiento fue el video que le había enviado a María Teresa antes de salir al parque de diversiones en compañía de mi hermano.

Teresita, cuando veas esto entenderás por qué pasé tanto tiempo sin escribirte ni mandarte fotos. Como puedes ver, ya no soy el mismo que conociste. Guarda un buen recuerdo de este soldado. Si buscas en las noticias, sabrás que cumplí mi promesa. Sabrás que esta noche mi espíritu voló hacia ti.

PIlarClementeMaría del Pilar Clemente Briones

Es periodista y máster en Comunicación Política de la Universidad de Chile. Se inició en el diario “El Mercurio” y en importantes empresas mineras en la Región de Atacama, donde en 1994 fue galardonada por el Colegio de Periodistas como la mejor profesional de la región. Ese mismo año, el cuento en memoria de su padre “Por las calles de Alcalá” obtuvo el segundo lugar del concurso nacional de relatos familiares organizado por la Secretaría de la Mujer. En 1997 ganó el certamen “Marcela Paz”, convocado por la Editorial Universitaria. Su novela “Personal Estéreo y los gusanos Star” fue publicada por dicha casa editorial.
Entre sus trabajos literarios se destaca su novela “Quitapenas Bar” galardonada en la convocatoria “Pedro de Oña” de la Municipalidad de Ñuñoa en el 2005, como también su novela juvenil “Tropa Urbana”, publicada por la Editorial Norma. Actualmente reside en Richmond, Virginia, Estados Unidos. Su cuento “la niña de las mariposas” forma parte de “Al norte de la cordillera, antología de voces andinas en los Estados Unidos”, editada por Melanie Márquez, Editorial SonicerJ.com en el 2016. Desde 1995 hasta el 2008 fue profesora en el Instituto de la Comunicación e Imagen y en la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile. Desde hace un par de años, está incursionando como artista plástica en Virginia, bajo el nombre de María Pilar York.

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