Por Alex Escalona
Ahí me encontraba sentado en un café, en una zona cuyo pasado está a punto de quedar en el olvido, forzado al margen por la nueva generación de turno, aquellos inmigrantes chinos (con y sin guión, o sea, chino-americanos, taiwaneses, «chinos chinos» y hasta chino-venezolanos) que custodian sus calles corriendo tras el sueño gringo-americano (digamos, del continente americano en general, pero en tierra propia gringa). En fin, resulta ser que estaba en un café coreano de aquella zona primordialmente ítalo-americana neoyorquina, es decir en Bensonhurst, Brooklyn.
Allí se crió el mismo chef de un restorán situado a una hora al norte de la gran manzana, donde vende sus exquisitas pizzas y «rolls» (una especie de sándwich parecido al calzone italiano, aquella empanada romana pero con aberturas en la parte superior) con una masa que pareciera derretirse con tan solo rozar contra un diente, como un rico queso guayanés o de mano de mi tierra natal, estos a la vez muy parecidos al mozzarella italiano. Un par de turistas, se supone disfrutando de los paisajes a las cercanías del Río Hudson, comentaron que obviamente el cocinero tenía que ser de Bensonhurst.
Allí me encontraba en aquel café coreano de Bensonhurst, espiando la conversación de dos compatriotas que seguramente ni sospechaban estar en compañía de otro caraqueño por nacimiento. Mientras me deleitaba con aquel gustoso español criollo (el lenguaje de mi tierra maternal verdad que me hace sentir como un bebé acurrucado, envuelto en aquel vientre mamífero donde empezó la vida), me preguntaba a la vez si a lo mejor acercarme a ellas o no, con un tal «¡Disculpen la interrupción, pero Uds. como que son caraqueñas!», seguido por un «¡Pero que maravilla vale, toparme con dos chamas de mi ciudad natal!». Y de ahí, imaginaba, que se diera una estrecha amistad, florida y cálida a la vez, con un sabor bien criollo, al ritmo y compás de mi Venezuela querida.
Pensaba que ni siquiera se me había ocurrido que las dos compartieran un nexo mucho más estrecho que el que me unía a ellas. Primero, por ser caraqueñas recién mudadas (suponía). Segundo, por ser las dos venezolanas de descendencia china (se supone). Tercero, por haberse mudado a esta ciudad situada en el centro de los cosmos (otra suposición). Cuarto, por haberse casado con un chino residente en esta ciudad (hasta donde voy a llegar sin siquiera intercambiar una vocal con las tales chamas). Quinto, por ser amigas, quizá, desde quién sabe cuál año de la pera, como dicen en mi tierra natal al referirse a alguna época lejana.
Las escucho decir algo así como: «¿cómo te dice tu suegro? El mío siempre usa mi segundo nombre jajaja…aquel día entero lo pasé encerrada en el cuarto…», entre tanta cotidianidad criolla, en tan remota tierra y cultura, las costumbres chino-americanas, al igual que las venezolanas, pero también las verdaderamente chinas, de no mencionar las chino-venezolanas, y entre todas, una sopa de identidades mezcladas en el guiso primordial de nuestro continente americano. «Ai keno du enithin enigüei» comentaba una, entre otros ejemplos de alternancia de código sino-inglés-español. «¡Perooo qui chevere!»; «entonceee»; «que no ej naa», comiéndose con sabrosura aquellas eses que tanto parecieran estorbar en el español del caribe, seguido por un «¡sí claro, por fin, flores dioj mio!», y «qué pena. Que Pena. QUE. PENA.» En mucho me recordaban al habla de mi tía, o el de una amiga venezolana en particular. Un español muy familiar, que se diferenciaba de otros españoles caraqueños que he conocido, ni el de las sifrinas de la lagunita, aquel suburbio de la capital venezolano, ni el de los tales «chavistas» a quienes a menudo se refiere mi abuela, eternamente caracterizados por sus errores lingüísticos como, por ejemplo, en decir «hubo vs. hubieron».
A fin de cuentas, me decía no querer interrumpirlas porque quién sabe, aquel pudiera haber sido un espacio sagrado el que ocupaban, íntimo y secreto para las dos, como aquel cuarto donde pasó un día entero encerrada una de ellas, pero esta vez compartido, propio y único para las dos, donde muy difícilmente entraba otro chino, y quizá menos probable aun otro venezolano. En fin, ahí permanecí como todo un turista entrometido, como una especie de etnógrafo-espía-violador de aquel espacio íntimo compartido por dos compatriotas mías. Un Tom, el mirón más descarado no pudiera existir.
Y fue entonces, repentinamente que se corto aquella visita traída de tierras remotas y mías a la vez, una de las chamas alejándose a pie con piernas corpulentas, la cuales tiraba con mucha fortaleza, sabrosas como el aire venezolano, expuestas y encubiertas a cada paso por aquella bata de vestir que llevaba puesta encima de un mini-short, toda una elegancia caraqueña, dando diestro camino como el baile de una bailarina de salsa de salón, a la vez muy de moda y sensual, pero con cierto toque gustoso, mientras la otra vestía de una camisa con su licra, la cual me hizo pensar en la pícara y entrometida canción de los Amigos Invisibles, «las licras del Ávila.»
Oportuno aquel pensamiento, opiné, dado el papel de mirón que con tanto gusto realicé desde aquella mesita, en un café coreano situado en la urbanización Brookliniana de Bensonhurst.